Hojas ajadas y tijeras romas

Como muchos niños con pocos recursos económicos, cuando era pequeño yo también tuve que hacerme mis propios juguetes. Afortunadamente no me tocó vivir los tristes años de la postguerra. Más bien yo soy producto del baby boom. Eso sí, un baby boom de barrio obrero, con muy pocos recursos, en un pueblo que comenzaba a experimentar una larga crisis económica que no comenzó a darse por superada hasta mediados de los años 80.

Aunque a todos los niños nos encantaban, los días de buen tiempo no eran por lo general necesarios juguetes. Los días de verano eran días de calle, sol y juegos con los amigos, de carreras de día y de noche... pero cuando comenzaban los días fríos y de lluvia, cuando a las cinco de la tarde ya era de noche, no había otro remedio que buscarse juegos diferentes.

 En mi casa, como en muchas otras casas del pueblo, la hora de la siesta era la hora del aburrimiento. Sin poder ver la tele, sin poder salir a la calle (para no darle la lata a nadie, que es la hora de la siesta), sin poder hacer ruido... Esa hora, o media horita, de después de comer había que dedicarla a algo “tranquilo”. Los tebeos eran un gran baluarte del entretenimiento en esas horas muertas: los que fueran... yo era fan del Capitán Trueno, pero también valían los del Jabato, los del Guerrero del Antifaz o los Jaimitos y Mortadelos de Editorial Bruguera. Entre estos últimos, los “de chistes”, también prefería los TBO a todos los demás, pero en la penuria de tebeos mil veces leídos, tampoco le hacía ascos al Lily, que era siempre el último en desaparecer del escaparate del quiosco de mi barrio, pero que aún así, también acababa vendiéndose.

Sin ser excesivos, los reyes magos no solían maltratarnos a los pequeños de casa, pero ya se sabe que los niños aman las novedades, y la barbería de mi padre no daba para comprar juguetes continuamente. En esa época, y a la hora de esas siestas que nos parecían interminables, aparecieron los recortables.

Poniéndose azules en el escaparate del quiosco de mi barrio siempre había unas tiras de soldados recortables, junto a los sobres de Montaplex y las revistas descoloridas. Cuando se estropeaban demasiado, el quiosquero nos regalaba a veces a los chavales que veía más cuidadosos (o menos destrozones) alguna de esas tiras, que andando el tiempo se acabarían convirtiendo en una afición no exenta de nostalgia.

Aquellos soldados, recortados con nuestras tijeras escolares de punta roma llenaban la tarde de papelitos por el suelo y de callos en los dedos. ¡Qué difícil era recortar esos recovecos interiores!, ¡qué reto ajustarse a todo lo impreso para no dejar huecos en blanco que mostrasen nuestra impaciencia! Los soldados descoloridos eran un pobre juguete. Sólo impresos por una cara, no podía vérselos más que de frente sin perder la magia: así que no cabía más que dibujar por el lado no impreso las “espaldas” del soldado. El sistema de pestañas (dos hacia atrás, una hacia delante) tampoco era especialmente fiable, sobre todo cuando los soldados eran de tamaño apreciable. El primer golpe de viento acababa con todos ellos en el suelo, con la desesperación del pequeño general que había pasado un buen rato colocándolos en posición... decididamente lo mejor de aquellos soldaditos era el tiempo empleado en recortarlos y en imaginar mientras lo hacíamos las batallas en las que estos guerreros intervendrían de manera decisiva.

Para grandes batallas, no obstante, nunca tenía las suficientes hojas de soldados recortables, así que al final acababa dibujando los soldados que luego recortaría. Una tarea ímproba, que dificultaba la inexistencia de escáneres o fotocopias que permitieran limitar el esfuerzo. Cada soldado era un original y, como tal, los detalles acababan siendo poco cuidados so pena de abandonar la tarea sin poder jugar con los soldaditos...

Muchas veces, descubría que tras varios días preparando el ejército, se me había pasado el ardor guerrero, y los soldaditos quedaban allí para, quién sabe cuando, llegar a enfrentarse con algún ejército rival.


Nunca he sido coleccionista, o cuando lo he intentado, no lo he sido de verdad... Sin embargo, andando el tiempo sí que me he ido dando cuenta de que los ojos se me iban detrás de estas hojas de soldados que cada vez resultan más difíciles de encontrar y que se han convertido, como ya lo eran los soldaditos de plomo o los más cercanos a mi época, de plástico, en objetos de colección. Afortunadamente, Internet es una fuente casi inagotable de imágenes, y entre ellas, de soldaditos recortables. Las láminas recortables y su complemento natural, los vehículos, aviones, construcciones, permiten recuperar un mundo sedimentado, que no olvidado, en el fondo de la memoria. Espero, con el tiempo, ir compartiendo algunos de los que he encontrado por ahí, por si a alguien le apetece pasar un rato acordándose de las tardes lluviosas de su niñez.


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